Me acuerdo de que la primera vez que comí un kebab junto a mis amigos antes de disfrutar todos juntos de una sesión de cyber fue también la primera vez que mis padres me insinuaron que había comido carne de rata o Dios sabe que. Yo, totalmente seducido por el sabor de este nuevo bocadillo hindú-persa e ignorando sus comentarios, les inste a probarlo y, como era de esperar, rechazaron tal invitación.
Más tarde para mí la afición de comer, merendar o cenar un kebab los días que mi cuadrilla bajaba a jugar al cyber se convirtió casi en una exquisita rutina que he ido perdiendo. Esto también me trae a la cabeza mi época de estudiante de secundaria donde conocí a una jovenzuela llamada Jeenous de origen castellano-alemán-canadiense-persa, podríamos decir. Sus padres persas, más bien su madre para el caso, solían preparar de cena el kebab persa, que estriba su diferencia en el clásico hindú en que no es un bocadillo, sino un plato donde se presentan los elementos que en el hindú estarían dentro del pan (seguro que lo habéis visto). A mis compañeros de biología y a mí este hecho de poder cenar kebab usualmente nos fascino, e, incluso, la pedíamos que nos trajera una muestra en una tartera (¡Tupperware!).
La primera vez que comí en un chino fue por el cumpleaños de un amigo de, podríamos decir, la infancia. En primera instancia había tantos platos desconocidos que me guie mas por consejos del resto de comensales que otra cosa. Este primer acercamiento fue en principio algo desagradable, pues salvo por el pollo agridulce, la ternera a la noseque y el arroz el resto de platos eran básicamente verdura, alimento que no me gusta ni una pizca. Para colmo, al llegar a casa me encontré a mis padres insinuando que había comido carne de gato o perro.
Sigue sin gustarme nada la verdura, por eso jamás he vuelto a pedir un rollito de primavera, pero ahora el chino me gusta más. La segunda vez que acudí a estos restaurantes y vez desencadenante de mi gusto por este género culinario fue ya en Madrid y porque era el sitio más barato y próximo donde comer a la vuelta, creo, de un día de piscina.
Cuando en mi pequeña ciudad natal que para algunos podría asemejarse casi a un pueblo descubrí la existencia de un único y singular restaurante japonés no pude dejar de sentirme tentado durante semanas cada vez que pasaba frente al esquinero y disimulado edificio. Un buen día me decidí, pero como por la época despreciaba el pescado (cosa que ahora degusto bastante) y los precios eran exorbitantes pedí unas simples alas de pollo medio acobardado. Por cierto, mis padres opinaron que estaba loco.
Mi segundo contacto con un japonés fue tan revelador como el segundo contacto con el chino. Ya había superado mi asuntillo con los peces y mi única limitación degustativa era la verdura, así que puede disfrutar bastante de una cena en un pequeño restaurante de barra giratoria japonesa cerca de Gran Vía varias veces donde pude disfrutar, al fin, del pescado crudo. Cada vez que he ido, desde entonces, me he atrevido a probar cosas más extrañas para nuestra cultura, hasta, finalmente, de una maldita vez en otro restaurante de barra giratoria cercano también a Gran Vía he saboreado el ramen (de ternera concretamente). Tengo ganas de volver a probar más platos exóticos.
Nunca he ido a un italiano estrictamente, ya que de pequeño tampoco me iba mucho la pasta (tengo pinta de mal comedor), aunque ahora ya comienza a deleitarme su sabor y formas de presentación tan variopintas. Una vez, si es cierto, que estuve en una pizzería italiana (no un Telepizza) y pude probar como eran de verdad estos círculos de masa y condimentos. Tengo como futuro objetivo poder comer un risotto de entrante, una porción de lasaña o canelones de segundo y un panna cotta de postre acompañado de mi nueva cuadrilla o pareja… ¿O quizá mis padres?
Al hilo de todo esto también podríamos hablar de las bebidas, copas, cocteles y refrescos. Recuerdo ahora mismo esa sensación de cuando te presentan en la disco o donde sea una nueva mezcla y tú con miedo confías en esas palabras de ánimo y seguridad que te transmite tu amigo para que bebas, y bebes. La gente tiene un enorme poder de convicción cuando quiere hacernos probar nuevas bebidas simplemente con decir que esta muy rica, te pone las pilas o lo que venga al caso. Sería difícil hacer un repaso de bebidas de tantos lugares que ingerimos al día… no se… se me viene a la mente el café colombiano del desayuno, la CocaCola (no me pagan por este ejemplo) americana del mediodía, el te hindú, chino o ingles de la merienda, etc.
Para concluir y retomando el hilo principal, tampoco he tenido la ocasión de poder pisar un mexicano, un tailandés, un restaurante vasco (echo de menos el marmitako), un restaurante francés, y muchos otros. Pero tened por seguro que una vez hemos superado el prejuicio de que la comida de donde uno nace es la mejor se abre un abanico de sabores y texturas impresionantes e infinitos. No hay que tener miedo a la innovación, a experimentar, a probar cosas, a conocer y descubrir (y esto no se restringe solo a la cocina). Hay que relacionarse y saber de otras culturas, otros pensamientos, otras maneras de ver la vida y olvidarse de que somos el ombligo del mundo, abrir los ojos, ver que entre los hombres somos insignificantes, entre la fauna somos inapreciables, y entre el universo somos una mota o como recordaba Punset de cierto doctor:
“la última gota de la última ola del universo”.
Buen provecho.